Todo eso ya no importa. No me importa a mí ni le importa a nadie. Seguramente a ella tampoco. Todo eso ya no importa, pero lo viví igualmente. Y escribo para no olvidar, por si acaso, o para desahogarme un poco quizá, ahora que he recordado, como tal vez recuerde ella algún día, en uno de esos momentos espantosos cuando nos acordamos del pasado, de los hechos que, parece, fueron vividos por un actor difunto, no por nosotros. Tal vez ella recuerde, con aburrimiento o una vaga sensación de tristeza, o de pronto con cierta intensidad, como yo hace unos minutos, cuando dudaba si valía la pena sacar la máquina de escribir de su funda o si era mejor encender la radio.
Magdalena. Este nombre, cuando lo oigo ahora por casualidad, apenas logra hacerme parpadear, apenas siento estremecerse una fibra dentro de mí. Pero por aquel entonces, estoy seguro, alguna expresión ridícula debía dibujarse en mi rostro cada vez que alguien decía: "Magdalena".
Yo ya había oído hablar de ella, de Magdalena, la loca; y su locura me hechizó aun antes de conocer esa sonrisa burlona, esos ojos negros en los que todavía no sé qué buscaba o qué encontré.
Debió de verme en el corro de nuevas amistades, un tipo joven, de hombros caídos, con el abrigo demasiado pequeño, el mismo que llevaba puesto un año antes en el colegio; un tipo un poco raro, que escuchaba sonriente alguna sandez o contemplaba la fauna variada de la facultad.
Recuerdo que se reía de mí, de un gesto de inseguridad que yo hacía. Algo así como sujetarme la barbilla o una oreja.
No recuerdo las primeras palabras que intercambiamos, ni lo que hicimos esos primeros días. Pero en todo caso pronto me di cuenta de que ya no podía vivir sin ella.
Andrés también se enamoró de Magdalena, y al principio íbamos los tres juntos. El caso es que Andrés perdió y sin duda sufrió bastante, aunque nunca dijo nada. Pero yo sí se lo mencioné un día, cuando ya todo había acabado:
"No sabes de qué te libraste."
Podría ahora mirar la foto montada en un tablero, la única que guardé, la que es un estorbo, una cosa sin dueño, cada vez que saco las maletas del armario. Pero no lo haré. Prefiero escribir esto, beberme otro whisky, cerrar los ojos. Entonces es posible que ella vuelva, como hace un rato, o incluso con más intensidad, como esa vez en Londres, estando yo en la bañera, cuando me pareció tenerla en mis brazos y luego, al final, sintiendo todavía su tibieza, su presencia muy cercana, como si acabara de dejarla en la esquina y tuviera en mi bolsillo uno de esos ramilletes de enebro que cada noche ella arrancaba del jardín, al final dije en voz alta, como un imbécil: "Magdalena". Y el silencio de la casa me pegó en las sienes.
Pero esta vez será distinto.
Yo creo que sí, que haciendo un esfuerzo podré recordar de nuevo algún episodio agradable, entre la montaña de hechos, con etiqueta, que tengo archivados en el cerebro; hechos como que utilicé a Chopin para conquistarla, que todo acabó desparramado sobre la mesa de un juez o que la poseí treintaicinco veces exactas.
Sí, ya me parece ver a dos figuras envueltas en abrigos y bufandas, una pareja de jóvenes que van a tomar una copa en alguna parte, solos en la madrugada. Ya los veo avanzar, solos o bajo la mirada de algún extraño. Es ella, soy yo.
Magdalena está a mi lado. Ya casi siento su calor, su aroma. Y al final será como si acabara de dejarla en la esquina. Podré dormirme pensando que la quise, que la quiero todavía; contarle alguno de los chistes que he inventado para ella en todos estos años.
Madrid y Londres, 1981